El mar. La arena. El viento.
Las quemaduras del sol a la altura de los hombros. Los labios cuarteados. Mar
del Plata. Todo me resulta de algún modo recurrente, sin embargo vivo esos
momentos con pulso adolescente. De nuevo.
Son instantes irrepetibles,
vitales y dinámicos que construyen una gran parte de mi propia historia. Es mi
esencia la que se revuelve y dispara imágenes, como una calesita ultraveloz
operada por un psicópata. Desde aquel 563 abordado en Juan B. Justo hasta la
banquina y de ahí caminar hasta ese no-lugar enclavado entre el Puerto y el balneario
24 de Mogotes. El penoso retorno hasta el piso 11 por las escaleras gracias al
ahorro energético alfonsinista. Arrojarse desde la punta de las escolleras. Las
barrenadas a pecho con patas de rana en Estrada, Los picados interminables a la
salida del secundario. La sensación única de pararse en una tabla. Inevitable. Demoledor,
como el paso del tiempo.
Otro verano más mojándome las
patas “allá”. Esta vez un poquitín más lejos que de costumbre. Ahora con prole,
carpa y alquiler -nada menos-, lo que intrínsecamente conlleva a modificar
ciertos rituales. Que no alteran la ecuación, claro está, pero que se acomodan,
se ensamblan más aún a la coyuntura que nos toca: menos joda nocturna, bártulos
por doquier, cautela y ojo clínico para elegir sitios donde cenar, siestas en
los horarios de sol furioso. Y mucho más. En fin. “Changes”, diría Bowie.
Tanta palabra desordenada
confusa para preguntarme íntima y reiterativamente cómo carajo haría para vivir
sin Todo Eso. Y no tengo a mano una respuesta.
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