Cursaba el primer año del colegio secundario.
Un día, en el medio de una clase, apareció un pibe de segundo o tercero del
cual ni recuerdo el nombre; tenía ojitos claros, el pelo negro enrulado y muy
corto. Caminaba con los pies hacia afuera, como un pato. Lo primero que me dije
al verlo fue “este en su vida pateó un fulbo”. El pibe, mezcla de monaguillo y abanderado
eterno, se plantó frente al aula junto a un cuarentón bronceadísimo. Se presentaron
como integrantes de la Fundación Vida Silvestre. Explicaron su origen, qué tipo
de actividades desarrollaban, qué relación con la por entonces famosa WWF
(sí, adivinó, la del panda) y cuáles eran sus objetivos. En ese marco, contaron
que solían recuperar animales salvajes heridos o con otra dificultad física: podía
ser un lobo marino herido por pescadores, un ave baleada,
etcétera. Ahí la cosa cambió de color: la Guerra del Golfo estaba bien
fresca, y con ella, las famosas imágenes de los pájaros recubiertos de petróleo.
Efectivamente, estos dos personajes apelaron al golpe bajo: las chicas suspiraban y a más de uno, porqué negarlo, le corrió un escalofrío
por el espinazo. Por último, lanzaron otro anzuelo
infalible: el campamento. Chau. Varios reímos en silencio. Calculo que en
ese instante varios imaginamos las bromas jodidas por hacer, y hasta nos ilusionamos con tocar una teta.
Una semana después, durante una tarde invernal típicamente
marplatense, aterrizamos a un local de no sé qué galería céntrica. Éramos seis,
si la memoria no me traiciona. Nos recibieron un par de chicas muy lindas escoltadas
por el nerd/monaguillo de ojos celestes que nos vendió el paquete de humo con
una insoportable amabilidad; obsequiaron lápices y papeles hechos con madera reciclada y nos invitaron
pasar a un salón chico. Adentro, esperaban sentados cerca de una veintena de
púberes granujientos, con abrumadora presencia de testosterona en estado de
ebullición y apenas un par de polleras desubicadas completaban el cuadro. El protocolo de bienvenida, junto a las pendejas en peligro de
extinción, nos provocó de inmediato una desazón considerable. De repente, apareció un tipo que explicó el llamado efecto invernadero (al
margen: en ese tiempo una banda thrash llamada Greenhouse Effect afloraba por
incontables paredones de la ciudad); sus palabras dieron pie a un documental repleto de
ballenas destripadas por japoneses y noruegos, de selvas ultrajadas por motosierras y
topadora, de incontables aves agonizantes gracias al petróleo de Saddam, de Chernobyl, del smog en las grandes ciudades y otras pestes de
la civilización. Durante la proyección, el grado de pelotudismo se incrementó
de manera virulenta: volaron golpes en los lóbulos de las orejas
desprevenidas y objetos varios. Cuando la película terminó, se
encendieron las luces, reaparecieron los agentes de la Fundación y escapamos sin darle mayor pelota al asunto.
Volvimos a la galería al otro día. Me
di cuenta, de entrada, que varios de los concurrentes a la primera cita habían
pegado un faltazo con tufo a definitorio. Listo, fuiste Carlitos. Con las
esperanzas de ligar minas por el piso, nos sometimos a la voluntad de los
jóvenes oficiales de Vida. Pasamos de
nuevo al cuarto, volvieron los papeles marrones y el lápiz ecológico. Epa. Sí,
lo peor estaba por llegar: un examen sobre el documental sin aviso. Entregué un
mamarracho en pocos minutos. Salí, prendí un pucho y esperé a los demás.
Cuando todo finiquitó, uno de los monigotes avisó que en pocos días tendrían
los resultados. ¿Para qué? "Para ver quiénes podían ingresar a la Fundación". Tomá mate. Por suerte, a esa altura del
partido, éramos concientes que los días como ecologistas militantes habían
llegado a su fin.
Previsiblemente, mis amigos y yo fuimos
descartados de plano. No así otros compañeros, que así y todo, no pisaron más. Sin
embargo, nos quedó la espina bien clavada. Y organizamos la vendetta. Anónima,
fugaz. Una noche de paseo alocado a puro video juego en Sacoa tomamos la
decisión en medio de risas y expresiones maliciosas. A por ellos, diría el
gallego. Bajamos a los santos pedos unas escalinatas, nos detuvimos unos
segundos frente a la vidriera, inspiramos profundo, sacudimos los pulmones en
busca de flema tóxica y les inundamos por completo la fachada. Con una
sensación de satisfacción y crueldad gigantesca, contemplamos la obra. Recuerdo
con mucha nitidez la imagen de un gargajo amarillento deslizándose por el
vidrio como si fuera un caracol inválido. Volvimos a cruzar las miradas.
Alguien largó un “rajemos”. Nos hicimos aire en un instante.
Si un terapeuta llegara a leer esto junto a mis
opiniones sobre el activismo ecologista y las ONG´s, se haría un festín
pantagruélico. En todo caso, estimados, pueden ofrecerme sus servicios en un
comentario de este humilde –pero querible- blog. Y que atiendan por IOMA, eh. Muchas
gracias. Buenas noches y buen provecho.
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