sábado, enero 28, 2012

LA ESPINA


Cursaba el primer año del colegio secundario. Un día, en el medio de una clase, apareció un pibe de segundo o tercero del cual ni recuerdo el nombre; tenía ojitos claros, el pelo negro enrulado y muy corto. Caminaba con los pies hacia afuera, como un pato. Lo primero que me dije al verlo fue “este en su vida pateó un fulbo”. El pibe, mezcla de monaguillo y abanderado eterno, se plantó frente al aula junto a un cuarentón bronceadísimo. Se presentaron como integrantes de la Fundación Vida Silvestre. Explicaron su origen, qué tipo de actividades desarrollaban, qué relación con la por entonces famosa WWF (sí, adivinó, la del panda) y cuáles eran sus objetivos. En ese marco, contaron que solían recuperar animales salvajes heridos o con otra dificultad física: podía ser un lobo marino herido por pescadores, un ave baleada, etcétera. Ahí la cosa cambió de color: la Guerra del Golfo estaba bien fresca, y con ella, las famosas imágenes de los pájaros recubiertos de petróleo. Efectivamente, estos dos personajes apelaron al golpe bajo: las chicas suspiraban y a más de uno, porqué negarlo, le corrió un escalofrío por el espinazo. Por último, lanzaron otro anzuelo infalible: el campamento. Chau. Varios reímos en silencio. Calculo que en ese instante varios imaginamos las bromas jodidas por hacer, y hasta nos ilusionamos con tocar una teta.
  
Una semana después, durante una tarde invernal típicamente marplatense, aterrizamos a un local de no sé qué galería céntrica. Éramos seis, si la memoria no me traiciona. Nos recibieron un par de chicas muy lindas escoltadas por el nerd/monaguillo de ojos celestes que nos vendió el paquete de humo con una insoportable amabilidad; obsequiaron lápices y papeles hechos con madera reciclada y nos invitaron pasar a un salón chico. Adentro, esperaban sentados cerca de una veintena de púberes granujientos, con abrumadora presencia de testosterona en estado de ebullición y apenas un par de polleras desubicadas completaban el cuadro. El protocolo de bienvenida, junto a las pendejas en peligro de extinción, nos provocó de inmediato una desazón considerable. De repente, apareció un tipo que explicó el llamado efecto invernadero (al margen: en ese tiempo una banda thrash llamada Greenhouse Effect afloraba por incontables paredones de la ciudad); sus palabras dieron pie a un documental repleto de ballenas destripadas por japoneses y noruegos, de selvas ultrajadas por motosierras y topadora, de  incontables aves agonizantes gracias al petróleo de Saddam, de Chernobyl, del smog en las grandes ciudades y otras pestes de la civilización. Durante la proyección, el grado de pelotudismo se incrementó de manera virulenta: volaron golpes en los lóbulos de las orejas desprevenidas y objetos varios. Cuando la película terminó, se encendieron las luces, reaparecieron los agentes de la Fundación y escapamos sin darle mayor pelota al asunto.

Volvimos a la galería al otro día. Me di cuenta, de entrada, que varios de los concurrentes a la primera cita habían pegado un faltazo con tufo a definitorio. Listo, fuiste Carlitos. Con las esperanzas de ligar minas por el piso, nos sometimos a la voluntad de los jóvenes oficiales de Vida. Pasamos de nuevo al cuarto, volvieron los papeles marrones y el lápiz ecológico. Epa. Sí, lo peor estaba por llegar: un examen sobre el documental sin aviso. Entregué un mamarracho en pocos minutos. Salí, prendí un pucho y esperé a los demás. Cuando todo finiquitó, uno de los monigotes avisó que en pocos días tendrían los resultados. ¿Para qué? "Para ver quiénes podían ingresar a la Fundación". Tomá mate. Por suerte, a esa altura del partido, éramos concientes que los días como ecologistas militantes habían llegado a su fin.

Previsiblemente, mis amigos y yo fuimos descartados de plano. No así otros compañeros, que así y todo, no pisaron más. Sin embargo, nos quedó la espina bien clavada. Y organizamos la vendetta. Anónima, fugaz. Una noche de paseo alocado a puro video juego en Sacoa tomamos la decisión en medio de risas y expresiones maliciosas. A por ellos, diría el gallego. Bajamos a los santos pedos unas escalinatas, nos detuvimos unos segundos frente a la vidriera, inspiramos profundo, sacudimos los pulmones en busca de flema tóxica y les inundamos por completo la fachada. Con una sensación de satisfacción y crueldad gigantesca, contemplamos la obra. Recuerdo con mucha nitidez la imagen de un gargajo amarillento deslizándose por el vidrio como si fuera un caracol inválido. Volvimos a cruzar las miradas. Alguien largó un “rajemos”. Nos hicimos aire en un instante.

Si un terapeuta llegara a leer esto junto a mis opiniones sobre el activismo ecologista y las ONG´s, se haría un festín pantagruélico. En todo caso, estimados, pueden ofrecerme sus servicios en un comentario de este humilde –pero querible- blog. Y que atiendan por IOMA, eh. Muchas gracias. Buenas noches y buen provecho.

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