Corría el año 1986. Falté a la escuela y acompañé a mi vieja al laburo: la 4 de Alejandro Korn y la 45, barrio Cerrito Sur, bien prole.
Teníamos que tomar dos bondis. No recuerdo cuál, pero era uno de La Marplatense el que nos dejaba x la 39, a tres cuadras de la escuela.
Era enorme, de una manzana entera. Excelentes instalaciones, patio con varias canchas y muchos árboles de mora.
A la tarde nos daban un yogur saborizado La Armonía y un pan enorme (que hacían los colimbas del GADA) relleno de queso Mar del Plata
A la tarde nos daban un yogur saborizado La Armonía y un pan enorme (que hacían los colimbas del GADA) relleno de queso Mar del Plata
Digo “nos daban” porque yo también iba a una escuela municipal por más que ese día pegué faltazo: la 12, de V. López y Bdo. De Irigoyen.
Retomo. Ese día llegamos un toque antes del mediodía. Mi vieja me metió a la sala de maestras, donde se pintaban y arreglaban meta fumar.
Después de tan tediosa ceremonia, hora de la bandera, fila y blabla. Pasamos a las aulas. Mamá tenía 5to grado.
Pasé el tiempo re embolado, a un rincón. Iba a 2do y lo que se hablaba me parecía moldavo. Timbre, recreo. Salimos.
En un rincón del patio, las maestras armaron como una colmena mientras cuchicheaban inquietas. Una llevaba la voz cantante.
Sin entender demasiado, vi que una de ellas negaba con la cabeza al tiempo que se mordía el labio. Otra se tapaba los ojos con la mano.
Era chico y menos bobo que ahora. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta que algo no muy bueno estaba sucediendo.
Fin de la jornada. Las maestras se juntaron en la sala y mi vieja me pidió que me quede en el patio. Me puse a jugar a la payana.
La vieja estaba seria, no me daba bola. Caminamos hasta la 39 a tomar el cole casi en silencio. Me respondía con monosílabos y hasta ahí.
Una vez sentados en el asiento de la lomita que provoca la rueda trasera, me miró seria y me dijo que algo grave había pasado en la escuela.
La maestra de 2do, una vez que saludó, pidió que se sienten. Pero uno de los pibes seguía paradito al lado del pupitre, firme.
Le dijo a la señorita que no se podía sentar. Ante la pregunta de porqué no, el chico se limitó a responder que le dolía la cola.
La maestra -y desde luego mi vieja no me lo contó- temía encontrarse con un cuadro desagradable. No se equivocaba.
El nene rompió en llanto, pero hacía lo imposible para no demostrarlo. Las lágrimas le regaban ambas mejillas. La maestra lo llevó al baño.
Le pedía por favor que no le haga bajar el pantalón. La seño insistió. Él obedeció, pero largó un alarido que casi rajó el cielorraso.
La maestra estuvo a punto de desmayarse cuando vio la cuchara de poste incrustada en el cachete del culo del nene.
Algo calmado tras un abrazo y algode agua, el pibe le contó que su papá llegó del agua tras varios días con “olor a vino” y los fajó a todos
A sus 4 hermanos, a su mamá y a él, que era el único que le decía “pará, papá”. Agarraba un trapo de piso mojado y les marcaba el cuero.
Pero con éste se ensañó. Lo agarró de las mechas y lo sacó al patio, previa pateadura de las jodidas, con golpes en los riñones y las bolas
Le bajó los lienzos y lo recostó sobre un cacho de eucalipto boca abajo. Quedó inmovilizado por completo.
El viejo, no sabe cómo, empezó a calentar la cuchara con un encendedor. Esos encendedores “que tienen mecha”, le decía a la maestra.
En un momento, sin poder ver, se dio cuenta que algo hiper caliente le asaba la carne del culo. La cuchara se quedaría incrustada.
Al pibe lo cambiaron de escuela. Años después, mi vieja me contó que el viejo terminó muriéndose desangrado una de esas noches de mamúa.
El pibe de la cuchara lo espero despierto y lo traspasó con un cuchillo de fileteo. Se habían mudado a Las Heras. Tenía 12 años. Se escapó.
Fin. Luciano se llamaba.
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