Llegué. Estacioné a un par de metros antes de la entrada. Vi el cartel de "Abierto" y suspiré: no era la primera vez que pasaba de día y me encontraba con un lapidario "Cerrado". Bajé decidido del coche, puse la alarma y quise abrir la puerta con fuerza. Para mi sorpresa, no se movió un milímetro. Me asomé por uno de los ventanales y nada. Con bastante resignación di un par de pasos mientras me rendía a los encantos posmos del Blackberry, hasta poner un pie en el empedrado y mantener otro en el cordón, haciendo un torpe equilibrio, complejizado por las raíces de un viejo árbol que de tanta fuerza levantó enormes piedras que se ponen la pilcha de desprolijas baldosas.
Escuché a mis espaldas un ruido como a llaves. La puerta se abrió. Una enorme humanidad vestida toda de negro, gafas y cierta fatiga encima me dijo si yo había "golpeado la puerta". Asentí sin decir palabra. "¿Espera a alguien?". "No, la verdad que no". "Pase nomás". Así me recibió en su templo, el gran Edgardo Ricci. Me senté ahí nomás. TN, vía Bruno Bimbi, relataba qué joraca había sucedido en Río con la explosión en Tiradentes. Él me trajo la carta. Le pedí una tortilla a la española y una caramañolita de San Felipe. Intercambiamos apenas un par de palabras, de lejos, ya que se dedicó de lleno a confeccionar mi plato. Se escuchaba el crepitar rabioso de la fritanga y Bimbi seguía pasando data, con la firmeza y el rigor que lo caracteriza. A los poquísimos minutos de mi llegada, alguien golpeó la puerta. Era el Boya. Edgardo, que segundos antes entablaba una breve conversación telefónica, elevó la voz y dijo: "te dejo que le tengo que abrir al Boya". El susodicho ingresó, giré sobre la silla, me levanté y nos trenzamos en un abrazo. "Este es un amigo, Edgar. Vení, vení a la mesa con nosotros". Mudé mis cosas y me sumé a ellos.
Abrimos otro San Felipe mientras la tortilla bien babé se deshacía en mi boca. Las palabras comenzaron a brotar mágicamente, de la nada. Tal vez sea por que en ese oscuro encierro, por estar rodeado de Historia viva. No sé. Lo cierto es que es imposible quedarse callado con un parroquiano y con el propio dueño de casa. El tema excluyente era la visita sorpresiva de una holandesa que se enamoró del lugar, de su bagaje y su patrimonio afectivo. Y la piba, impactada, prometió hacer un libro con fotos y anécdotas, asunto que a Edgardo lo movilizó. Ni bien terminé mi plato, la gringa apareció con su cámara y acento ibérico. Se la notaba alerta a cada palabra, a cada detalle. Registraba. Y en ese torbellino caótico de nombres, protagonistas, loosers y referencias al pasado, surgieron momentos alucinantes. Cacho Massa, ayudante de Basile en la Selección durante su primera etapa y su reencuentro casual con un amigo de Berisso en Las Vegas tras amistoso con EEUU quien le brindó (menos el escolazo) todo tipo de bondades, inmortalizadas en una tarjeta exclusiva del Caesar Palace que Cacho le dedicó a Edgardo. La pelea con Cacho tras el descenso de Gimnasia, que hoy tiene un puesto en la feria del Parque Saavedra. Las dedicatorias de personalidades que pasaron por allí y que Edgardo atesora como tantas otras miles de cosas. Sus anteojos con patillas de alambre. Su pasión en cada relato. Hugh Hudson, director de "Carrozas de fuego", y su rendición ante el bife local pero marcando la "bad music" (que según el patrón era la orquesta de Ray Coniff). Las fotos de antes. Los muertos. Los antepasados. El cuaderno de tapas marrones donde Ricci tiene a cada uno de sus clientes históricos ordenados mes a mes, de acuerdo a su fecha de nacimiento, para recordar los cumpleaños, con la salvedad que en gran parte de esas nombres figura una "P": significa que ese cliente "partió". En otros, sin embargo, figura una "F" de "falleció", aunque no quedó clara la distinción. Arriesgo a que debe tener que ver con la afinidad que Edgardo tenía con el tomuer.
Siguieron las historias. Las fotos amarillas. Otro vino. Apareció otro parroquiano. Y después otro. Ya era hora de irse. Edgardo tenía que salir un momento y lo hizo sin dudar. Nos quedamos en su tesoro. Uno de los que llegó último se vistió de sereno. Abrimos la puerta. El sol nos cacheteó como si fuera Maravilla Martínez. Parecía el amanecer y ni siquiera eran las cuatro de la tarde. La holandesa prometió obsequiarle a Edgardo una tarta de manzanas. Le saqué una foto con él. Nos despedimos en la vereda, a plena risotada. Me subí al auto y salí despacio, rumiando muchas de estas cosas que escribo mientras en mi casa reina un silencio sepulcral y me termino el Jameson sin hielo que todavía me mira impaciente, como si también tuviera ganas de irse a acostar. Buen provecho.
2 comentarios:
Viernes 3 de la tarde, nos encontramos leyendo este gran post junto con Edgardo. Felicitarte, y te esperamos en la mesa de siempre
Abrazo grande!!
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