Ya pasó. Una Navidad más, atea y clasemediera
urbana, con comida fría a granel (digresión: tengo una teoría acerca de que ese
tipo de platos no constituyen “comida”, pero quedará para otra ocasión), escabio,
dulces, acidez, resaca, dolor persistente en la nuca. Para los que somos padres
de nenes chicos resulta maravilloso ver cómo ellos viven la previa, la emoción,
la carta, el momento de los paquetes. Es realmente alucinante y remite de
manera automática a nuestra propia historia, a nuestros deseos de
entonces por un fuerte de madera para vaqueros, la número cinco gajeada con los
colores predilectos, los soldaditos, los playmóbil. Los recuerdos de los que no
están. Alguna que otra reyerta familiar memorable, alguna que otra curda
papelonera.
Más adelante, ya bastante pajerón crecido, era la perfecta excusa para rajar tipo una,
una y pico, a juntarse con los amigos. Caer en la casa de Sultano con botella
bajo el brazo y armar así una especie de reunión etílica a la canasta, asentar
una buena base y después partir para
el boliche hasta el amanecer. Largas caminatas dibujando eses en el asfalto
mientras los bólidos conducidos por borrachos dementes nos afeitaban el culo.
Piñas, corridas, vómitos y nunca una encamada. Típico de adolescente (?).
Pero así como en lo personal me genera o
moviliza determinadas cuestiones, sé que a muchas personas le rompe soberanamente las
pelotas. Por motivos religiosos. Por no estar a gusto con la parentela (calculo
que a muchos nos ha sucedido, sobre todo en la edad idiota). O, por una
cuestión, si se quiere, más principista, ideológica: que se trata de una "festividad” armada por la mano invisible del mercado, amparada desde luego por
los perversos administradores estatales y la Santa Iglesia, para generar un
frenesí consumista cuyo único fin es engordar los bolsillos de gerentes
anónimos de las grandes corporaciones. Un espejismo pergeñado por mentes
perversas, de rostros rigurosamente afeitados, corbatas de seda violáceas y
smartphones de los más ostentosos. Un enorme y gigantesco buzón empaquetado
para que lo compren millones de ilusos. O millones de boludos monumentales,
como más le guste.
Tal es así que he visto por varias calles
céntricas de la ciudad el afiche que ilustra este post. Y me hizo ruido, más
aún cuando tuve la ocasión de ir a uno de esos hipermercados que parecen
ciudades como el que le garcó la cancha
a los cuervos. Varias cosas me
llamaron la atención. La primera, que Guillote Moreno no mintió (?): por
dos mangos cualquier familia se podía llevar una canasta navideña digna. A pocos metros de donde
me encontraba, un matrimonio joven, muy humilde, ponía con ansiedad evidente e infantil,
su pan dulce, las garrapiñadas, un par de turrones, sidra, Ananá Fizz. El tipo,
un flaco con pocos dientes y varios tatuajes horribles confeccionados a pura
aguja y tinta china, sonreía de par en par. Hablaba con su mujer, una morochona petiza de pelo color petróleo a punto de parir, a los gritos. Rebalsaban de felicidad.
Seguí mi camino sin
olvidar a esa pareja. Me abstraje del objetivo primario, que era comprar algo de
chupi. Y levanté la vista para encontrarme, oh sorpresa, con muchas otras familias
como la que me había atraído. Por supuesto que había de todo. Era un enorme micromundo
policlasista. Desde bigotudos bronceados con chomba Polo y bermudas de
gabardina crema, hasta vejetas rubionas (a la fuerza) con la cara desfigurada
por las cirugías. Sin embargo, me detuve en los otros. En un hombre que había
pasado los cuarenta que tenía ambas manos enchastradas de pintura seca, ropa de
grafa hecha moco y un sombrerito gris al estilo Piluso. Lo acompañaba un hijo adolescente
y cargaba sólo juguetes. Supuse que debería tener unos cuantos pibes, de acuerdo
a la cantidad de objetos que llevaba. Sonreía. El pibe que empujaba el carro
parecía asesorarlo cual experto vendedor. También estaba manchado de pintura de
pies a cabeza. No muy lejos de allí, una familia con rostros bien andinos
(¿eran siete, ocho, diez?) arrastraba como podía dos carros atestados de lo que
uno presuma como navideño.
Era hora de ir a las cajas y rajar. Poco antes
de ocupar mi lugar en la fila, me volví cruzar con el matrimonio del tatuado y
la embarazada. Se abrazaban. Se decían cosas al oído. Con una complicidad
tierna repasaban los tres o cuatro regalos escogidos. Llegué a escuchar algo
parecido a “le va a encantar”. Se ubicaron delante de mí. Pagaron. Pagué. Me
fui. Durante el regreso no dejé de pensar un segundo en ellos y en las otras
personas que sacudieron mi atención. Los visualicé, a cada uno en su respectiva
casa, compartir esa comida y esas botellas a pura carcajada. El momento del
engaño para distraer a la manada de chicos y así acomodar los regalos de Papá
Noel vaya uno a saber en qué lugar disponible. Los ojos sobresaltados de los
pibes al verlos, la singular destreza destructiva con la que aniquilan el
envoltorio de los paquetes. El intercambio de miradas pícaras entre los
adultos. El fingir sorpresa.
Las imágenes se multiplicaban. Manejando por
una calle desierta, creí ver escenas de ese tenor en barriadas periféricas, en
rancheríos de adobe o de madera perdidos en algún rincón de los tantos
kilómetros que tiene este país. Laburantes, desocupados, los sin nombre
reunidos alrededor de una mesa con mucho, poco o casi nada para compartir, pero
sin dudas en uno de los momentos más felices del año. Me acordé de la proclama
del cartel. Y esas caras. Concluí que es una soberana pelotudez pequebú,
bienpensante, superada, de pretensiones iluministas. Porque pocas cosas me
motivan más en la vida que ver a la gente pobre feliz. Qué carajo les importa
“la farsa consumista elucubrada por los mercaderes del sistema”. Sólo quieren
pasar un rato lindo en familia, comer un poco más que de costumbre, beber otro
tanto, tirar algún cohete, regalarle algo a los chicos (que muchas veces los
pone en una tremenda encrucijada: el obsequio es para Navidad o el cumpleaños),
cagarse un poco de risa, y quien te dice, medio copeteado, echarse un polvito
en la madrugada. Cosas que suele hacer la gente como uno. Je.
1 comentario:
Gran post!
Saludos.
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