martes, junio 02, 2009

DE VUELTA EN EL BAR



De vuelta en el bar. Vinicius me abrió los brazos como cuando vivía por acá. Pasó poco más de un año desde la última vez que vine a aferrarme a una de sus mesas, con esos manteles paraguayos violáceos, una de las patas rengas, el vidrio con la cara de de Moraes. Al lado, un grupo de tres cuarentonas medio fuleras y con ganas de guerrear piden una cerveza que viene acompañada, claro está, por una cesta inundada de pochochos salados. Afuera, dos mesitas cuadradas de Quilmes sitiadas por cuatro sillas de lona de la misma marca, son la muestra cabal de que a los misioneros una sola cosa en especial los amedrenta: el frío. Ni un alma en el centro de la ciudad. Nada. La Rosadita está encerrada entre carteles y obrajes por la restauración de la Plaza 9 de Julio. El termómetro dice que son seis los grados de temperatura, al tiempo que una tenue pero persistente llovizna moja todo lo que toca. Así todo, Posadas enamora, encandila y me persigue como un fantasma que tiene como misión joderme la vida. Fueron momentos hermosos los vividos. Y ronda con total malicia, sobre mi cabeza, la idea de comprarme una casa en este bendito lugar. Raro: no tengo una donde resido, menos voy a tener a mil kilómetros, donde me siento inmensamente feliz, donde nació mi hijo, donde con mi mujer tocamos con las manos el cielo de la convivencia y la intimidad.


Vinicius está más iluminado. Los baños tienen carteles que indican el sexo de sus usuarios, cosa antes inexistente. El pibe que atiende es nuevo y se nota a la legua. Al rato, se le cayó la bandeja repleta de vidrios y botellas. El flaco Víctor me sorprende cuando me reconoce al segundo. Pregunta si acabo de salir del diario. Le explico que hace tiempo me reinstalé en “Buenos Aires” –La Plata, Mardel o Lincoln, da los mismo, caen en esa generalización tan provinciana que no da para tanta explicación- y que ando por Posadas por unos días nomás. “¿Te enteraste?”, tiró el flaco mientras me preparaba el gin tonic sin mirarme a la cara. “No. ¿Qué pasó?”. “Maurito estuvo internado”, dice. Parece que el loco fue a cubrir una nota después de una noche que nunca terminó, muy desabrigado, con el agua cayendo a cántaros. Fue a la casa de los padres de visita y se empezó a sentir mal. No podía respirar. Se ahogaba. Por esas cosas de la vida, a alguien se le ocurrió ir al hospital. Si estaba en su monoambiente la historia hubiera sido otra. Llegó agitado. Lo taparon de cables. Tenía neumonía. Le tuvieron que sacar todo el líquido de los pulmones y su estado era delicadísimo. Pasó a terapia. Al no comer, dormir poco y someter al hígado a un sinfín de peripecias y sobresaltos violentos, Mauro estaba complicado. Tenía menos defensa que River. La neumonía fue el detonador de toda una movida que sabíamos que podía pasar en cualquier momento. El flaco me contó que lo fue a ver al sanatorio y que el amigo convaleciente lagrimeó. “Me dijo que charló con la parca”, dijo entre risas. “Ahora está mejor, después de casi dos meses de internación, está en lo de los padres”. Se me hizo un nudo en el estómago. Ni ganas de emborracharme me dieron. Me senté en la mesa al lado del ventanal. Vinicius de Moraes me miraba inquisidor. Levanté el vaso y pensé en mi amigo. No puedo homenajearlo de otra forma que no sea tomando un trago.
Cuando lo conocí, era medio parco, distante. Me costó acercarme a él. Pero al final, nos hicimos muy compinches. Vinicius era nuestra guarida de post redacción y todos lo sabían. Nunca nos importó un carajo qué piensen de nosotros los popes del diario y los políticos de nuestras corridas en el bar. Pido otro gin tonic. Me afloran infinidad de recuerdos. Las noches donde el calor te cae en la cabeza con el peso de un piano, las rondas eternas de birras, los vodka con pomelo de Maurito, las hamburguesas completas tamaño lavarropas, las charlas inconducentes, las sacadas de cuero a media Posadas, los llamados de mi mujer para saber a qué hora regresaba a casa, las vueltas en moto con Luis que cuando salía con su Honda 100 hacía unos ocho impresionantes hasta que enderezaba el rumbo. Bebo otro sorbo de gin y mi vejiga parece estallar. Vuelvo del baño y la batería de la notebook amenaza con dejar de funcionar. Pienso en Mauro. Juro y perjuro que lo tengo que ir a visitar, pero no sé si me dará el tiempo. Tengo ganas de estrecharle un abrazo interminable, palmearle la espalda y decirle que es un periodista del carajo, súper talentoso, que desperdicia su enorme pluma haciendo notas chotas de actualidad. Es como un Enrique Symns del Litoral. Un amigo de la calle, de la noche, del periodismo. De la vida, bah. Espero que se deje de joder y se rescate un poco porque no quiero llorarlo. Mauro, si no te veo en breve, salud mi viejo.

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