domingo, abril 15, 2012

NINA


Nina juega en patas en un charquito de barro del tamaño de una pizza. Dice que tiene nueve pero parece más grande: ya le asoman las curvas y las puntas de las tetitas se pelean por salir cuanto antes. Nina sonríe, aprieta la muñeca destartalada contra su cuerpo y gira sobre sí misma. Calza un jogging rosa deshilachado que apenas le cubre las rodillas y una remera naranja manchada con círculos de lavandina y rastros de tierra que se asemejan a los del test de Roscharch. Su risa es un canto de sirena; mágico, extravagante. Continúa girando mientras revolea la muñeca por los aires. Su poco pelo enmarañado toma volumen ante cada salto alocado.
-Vení para acá, Nina-, le espeta la madre, una voluminosa mujerota de no más de 30, que la espera sentada en el pasto a pocos metros, con un bebé al que intenta dormir pese a los implacables rayos del sol. Nina se acerca a la madre. Ya perdió esa expresión fresca que reinaba en sus dos bolillas negras. Dejó la muñeca al lado de un tacho de basura, recogió una pila de estampitas de la riñonera materna, y partió con cara de muerta hacia las mesas del bar que, maleducadas, invaden toda la vereda. 


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