Nina
juega en patas en un charquito de barro del tamaño de una pizza. Dice que tiene
nueve pero parece más grande: ya le asoman las curvas y las puntas de las tetitas se pelean
por salir cuanto antes. Nina sonríe, aprieta la muñeca destartalada contra su cuerpo
y gira sobre sí misma. Calza un jogging rosa deshilachado que apenas le cubre
las rodillas y una remera naranja manchada con círculos de lavandina y rastros
de tierra que se asemejan a los del test de Roscharch. Su risa es un canto de sirena; mágico, extravagante. Continúa girando mientras revolea la muñeca por los
aires. Su poco pelo enmarañado toma volumen ante cada salto alocado.
-Vení
para acá, Nina-, le espeta la madre, una voluminosa mujerota de no más de 30,
que la espera sentada en el pasto a pocos metros, con un bebé al que intenta
dormir pese a los implacables rayos del sol. Nina se acerca a la madre. Ya
perdió esa expresión fresca que reinaba en sus dos bolillas negras. Dejó la
muñeca al lado de un tacho de basura, recogió una pila de estampitas de la riñonera
materna, y partió con cara de muerta hacia las mesas del bar que, maleducadas,
invaden toda la vereda.
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