Será porque uno tiene hijos. Será porque en
casa se respiró docencia desde siempre. O ambas cosas, vaya uno a saber. Lo
cierto es que desde aquellas palabras fuertes (y desafortunadas) de Cristina
hacia los docentes, la cuestión educativa me quedó rondando en la cabeza.
Es una cagada ser autorreferencial. Pero lo
hablaba con alguien días atrás y, carajo, qué paralelismos. De esos que duelen.
Soy hijo de una maestra de la escuela pública, hice la primaria en escuela
pública. Por una cuestión muy puntual, sumado a una mudanza de una punta a la
otra de la ciudad, me tocó ir a un secundario privado de incipiente fundación y
bien conceptualizado en el “ambiente”. Corría 1991 y mi viejo había sido dejado
cesante del Casino con 18 años de servicio y las mieles de la indemnización olían
fresco. Me opuse tenazmente ante aquella “imposición”. Lloré, puteé, me peleé
mucho con mis viejos. No concebía ir uniformado al colegio, no pertenecía a ese
mundo; era otra gente, con otros mambos, otras preocupaciones. Pero no me quedó
otra. Finalmente mi paso por el secundario fue inolvidable, maravilloso y con
una muy buena formación (algo que pude certificar sobre todo en los primeros años
de mi vida universitaria).
Y no estaba solo. No era un capricho de mis
viejos para joderme la vida, como inicialmente lo creí. Mucha clase media y
media baja se refugió en gran número en los privados, por una simple razón, muy
esgrimida por entonces: “el nivel”. Claro, eran tiempos donde la transferencia
de los sistemas educativos a las provincias demostraba (y lo demostraría con mayor crudeza años después)
minuto a minuto la incubación de un genocidio educativo de proporciones inimaginables.
Y lo fue. En el medio, aparecía en cualquier mesa, en cualquier reunión, el
tema del “nivel” como argumento, como justificación.
Pasaron 20 años. Ahora tenemos al más grande en
el jardín. Con muchísimo dolor, lo mandamos a un privado accesible, de barrio,
donde tiene asegurada la primaria y hasta el secundario. Al principio, cada
mañana me detenía a observar qué tipo de padres llevaban a sus pibes, y veía a
una empleada de Telefónica en un Spazio, a un chabón que no llega a los
cuarenta vestido de grafa y manchado de pintura, a un flaco que repara
teléfonos en un conocido local céntrico, a un veterinario con pocos años de
recibido, a un tachero que deja a un par de mellizas. Y así multiplicado por
muchos. Todos hijos de la escuela pública en un 90%. Triste, muy triste. Pero
lo más doloroso, lo más lamentable, es que al momento de indagar persiste esa
cosa nostálgica del pasado, de amor a la escuela. ¿Pero qué se recoge en esas
conversas ocasionales? Que el refugio al privado, mayoritariamente, se debe a
que se garantizan las clases y “no hay paros”. Lean conmigo el párrafo anterior
antes de proseguir. “Nivel” hace 20 años, “paros” hoy. Qué patada en los
huevos.
En una mesa junto a la persona que oía mis
observaciones simplonas y poco originales, entre tanto palabrerío, surgió otra
cuestión, colateral, pero que complementa a modo de digresión: cómo determinadas dependencias públicas tercerizan laburos aún con
personal disponible. Una cosa de locos por dos razones: primero, porque se contribuye
a vaciar el Estado si se delegan tareas por afuera; segundo, porque cuando llegue
el día en que aparezca un bruto liberalote y diga de golpe y porrazo “acá hay
20 tipos al pedo y rajo a todos a la mierda porque se tercerizan laburos”…va a
tener parte de razón.
Como en tantas otras áreas, después del tsunami
neoliberal, que este sea el gobierno que más ha destinado porcentajes del PBI
en la historia no alcanza para revertir tanto daño. Es unánime la sentencia de
que la entrega de netbooks para alumnos de la escuela pública de todo el país
(junto a la puesta en marcha de experiencias y contenidos multimediales
educativos y otras muchas más) es una medida revolucionaria, un mojón
trascendental para las próximas generaciones. Pero como sociedad nos debemos un
debate a fondo, serio. Con todas las patas de la mesa adentro: gremios,
capacitadores, funcionarios, la tan famosa comunidad educativa. No nos podemos
hacer los boludos. Ninguno. Discutamos inversiones claves, capacitaciones,
utilicemos la info del censo para determinar dónde es mayor la necesidad de
infraestructura. Discutamos contenidos. Discutamos salarios pero prioricemos a
los pibes. Discutamos y modernicemos el Estatuto de acuerdo a las necesidades.
Discutamos las subvenciones estatales a los privados laicos y religiosos.
Pongamos todo pata para arriba, no sea cosa que en otros 20 años la escuela
pública sea sólo el último escalón de contención social antes de caer al
abismo.
Eso sí, la única salida es política. Y ahí
tienen que estar las orgas, los militantes populares al pie del cañón. Para ser
la polea de trasmisión. Para “subir” el debate. Y ahí, repito, tenemos que
estar todos a quienes nos importa el Estado y un país más igualitario. Y a los
que nos duelen estas cosas.
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