jueves, mayo 07, 2009

EL ARTE DE ESCRIBIR




Esa noche, en vez de salir corriendo de la casa inmediatamente después de cena, como solía hacerlo, me tendí a oscuras en la otomana y entré en una profunda ensoñación. “¿Por qué no tratas de escribir?”. Esa frase había estado dándome vueltas en la cabeza todo el día, y se repetía con insistencia hasta cuando daba las gracias a mi amigo MacGregor por los diez centavos que logré arrancarle después de las más humillantes lisonjas...

Escribir, reflexionaba, tiene que ser un acto desprovisto de voluntad. La palabra, cual una profunda corriente oceánica, tiene que surgir a la superficie por su propio impulso. El niño no necesita escribir porque es inocente. El hombre escribe para expulsar el veneno que acumula debido a su falsa manera de vivir. Trata de recuperar su inocencia, pero lo único que logra al escribir, es inocular al mundo el virus de su desilusión. Nadie escribiría ni una sola palabra en el papel si tuviese la valentía de vivir a la altura de lo que cree. Su inspiración se desvía en su misma fuente de origen. Si es una palabra de verdad, belleza o magia lo que desea crear, ¿por qué interpone millones de palabras entre él mismo y el mundo? ¿Por qué difiere la acción, a menos que, a semejanza de otros hombres, desee realmente poder, fama y éxito?...

El escritor realmente grande no quiere escribir: quiere que el mundo sea un lugar donde vivir la vida de la imaginación. La primera palabra temblorosa que pone en el papel es la palabra ángel herido: dolor. El proceso de escribir palabras equivale a entregarse a un narcótico. Observando el crecimiento de un libro bajo sus manos, está henchido de delirios de grandeza...

La mejor parte del arte de escribir no es el trabajo real de poner palabra tras palabra, ladrillo sobre ladrillo, sino los prolegómenos; el trabajo de pala que se hace en silencio en cualquier circunstancia, tanto en sueños como en estado de vigilia. Ningún hombre escribe jamás lo que pensaba decir: la creación original que ocurre en todo momento, no importa que uno escriba o no, pertenece al flujo primordial: no tiene dimensiones, ni forma, ni factor tiempo. (...) Las palabras, las frases, las ideas, no importa lo sutiles e ingeniosas que sean; los más descabellados vuelos de la poesía, los más profundos sueños, las más alucinantes visiones, no son sino crudos jeroglíficos cincelados en dolor y congoja para conmemorar un acontecimiento que no transmitirse....

Solía trabajar en la habitación de su hermano, donde poco antes el director de una revista, luego de leer algunas páginas de un cuento inconcluso, me informó fríamente que yo no tenía ni un gramo de talento, que no conocía los más elementales principios de redacción: en suma, que yo era un fracasado completo y que lo mejor que podía hacer, compañero, era olvidarme de eso y tratar de ganarme la vida decentemente. Otro badulaque que había escrito un libro de mucho éxito sobre Jesús el carpintero me había dicho lo mismo. Y si las notas de rechazo significaban algo, había amplias pruebas en apoyo de las críticas de estas mentes que sabían discernir. “¿Quiénes son esas mierdas?”, solía preguntarle a Ulrico. “¿De dónde vinieron para decirme semejantes cosas?”....

Había ido como de costumbre a la oficina, en la mañana, pero al mediodía estaba tan inspirado que tomé el troleybus y me dirigí al campo. Las ideas brotaban a raudales en mi cabeza. A medida que las anotaba rápidamente, otras se atropellaban en rápida sucesión. Por fin llegué a ese extremo donde uno abandona toda esperanza de recordar ideas brillantes, y sencillamente se rinde al lujo de escribir un libro mentalmente. Uno sabe que nunca podrá captar esas ideas, ni una sola línea que atraviesan la mente como aserrín que se derrama por un orificio...

Si uno persiste en estrangular sus impulsos, termina convirtiéndose en un coágulo de flema. Finalmente se lanza un escupitajo que nos agota por completo, y que sólo años más tarde se comprende que no había sido un escupitajo sino lo más íntimo de nuestro ser. Si se pierde eso, uno siempre correrá por calles oscuras como un loco perseguido por fantasmas. Siempre se podrá decir con perfecta sinceridad: “No sé qué quiero hacer en la vida”. Puede uno pasar limpiamente a través del filamento de la vida y salir por el extremo ancho del telescopio viéndolo todo atrás, fuera de su alcance y diabólicamente retorcido. Desde entonces en adelante se desarrolla el juego. No importa la dirección que se tome, uno se encuentra en una sala de espejos; uno corre como loco buscando una salida, sólo para encontrarse rodeado nada más que por imágenes deformadas del propio y dulce yo....
Extractos de "Un domingo después de la guerra", de Henry V. Miller, Santiago Rueda Editor, octubre de 1965, Buenos Aires.